Las primeras rampas no se hicieron tan duras. Con esto puede cualquiera, llegamos a pensar. No será para tanto estar un mes en casa. Un mes que primero fueron dos semanas, aunque sabíamos que aquello era imposible. Después el mes fue mes, más tarde mes y medio; y al final nos robaron entera la primavera. El confinamiento es como el Tourmalet. Lo peor que se puede hacer es buscar el final con la mirada, pero todos caemos en la tentación. No somos Chris Froome, que arranca con su movimiento de molinillo, con la mirada fija en el asfalto y la mente centrada en cada pedalada.

Al principio, lo reconozco, estaba bien. Descansar unos días me venía genial. Pero, inevitablemente, uno acaba hasta las narices del virus y del confinamiento. Y cada noticia, cada comparecencia del presidente, no hace más que sumar kilómetros a nuestro Tourmalet particular. Día tras día, la misma rutina. Una pedalada más. Y después, otra.

El ciclismo es uno de los deportes más duros que existen. Las etapas de seis o siete horas se tienen que hacer muy largas; y los puertos, eternos. Desde nuestro encierro, cada kilómetro que pasa, cada día, las rampas parecen más empinadas; y cualquier tarea nos resulta más dura que subir La Huesera, camino de los Lagos de Covadonga.

Nada podemos cambiar, además: cumplimos órdenes del jefe de equipo, siendo nuestra única misión tirar. Nada de escapadas. De nuevo, una mirada hacia arriba. Craso error: la cima sigue lejana, y la moral, cae.

La vida parece hoy Alpe d’Huez sin siquiera asfaltar. Hay que subir el Zoncolan con las dos ruedas pinchadas. Y se nos sale la cadena, como a Andy Schleck en 2010. Toca sufrir y seguir, resistir. Nosotros solo somos sprinters que ansían la vuelta de las aburridas y rutinarias etapas llanas.