Aritz Aduriz debutó en partido oficial con el Athletic en septiembre de 2002. Por aquel entonces, yo apenas tenía cuatro años. Hoy cumplo 22, con el donostiarra recién retirado. Para mi generación, Aduriz ha sido el delantero de nuestras vidas, aún cortas. El primer jugador histórico que nos acompañó. La pieza clave del gran Athletic de Valverde. Iraola, Gurpegi o Susaeta también se marcharon hace poco; pero ninguno tuvo un impacto similar al del ’20’, el jugador más emblemático del club en las dos primeras décadas del siglo XXI.
El final soñado, el de retirarse jugando una final de Copa, no ocurrirá. «Pero esto es una anécdota», reconocía Aduriz en su carta de despedida. Un adiós en Twitter y otro en un San Mamés vacío. Desde luego, su verdadero homenaje no ha quedado suspendido, sino aplazado. Lo merece más que nadie, y lo tendrá. Seguro.
El compromiso del Zorro con el Athletic está fuera de toda duda, hasta el punto de haberse dejado su salud por el camino. Además, dos veces tuvo que salir del club -primero a Burgos y Valladolid; después a Mallorca y Valencia– para acabar triunfando en su tercera y última etapa como zurigorri y convertirse en el sexto máximo goleador de la historia del club. Volvió cumplidos los 30 años, en 2012, a un equipo que venía de jugar las finales de Copa y Europa League. Ahí comenzó su leyenda.
Podemos hablar de datos. 18 goles en la 2012-13 y en la 2013-14; para después encadenar cuatro temporadas por encima de la veintena. 26 tantos en la 2014-15, la friolera de 36 goles con 34 años en una campaña (2015-16) en la que alzó la Supercopa y jugó la Eurocopa; y 24 y 20 en los cursos siguientes. Mermado por las lesiones, lograría anotar seis goles -muy importantes, eso sí- en una 2018-19 en la que el Athletic coqueteó con el descenso; y un último gol en la primera jornada de la presente campaña. Además, logró ser el máximo goleador de dos ediciones de la Europa League. Por contextualizar: Aduriz queda cerca de los datos de David Villa o Fernando Torres; y por encima de otros delanteros españoles con los que se le ha comparado, como Raúl Tamudo, Rubén Castro o Fernando Llorente. Prácticamente a la altura de Claudio Pizarro, Diego Forlán o Mario Gómez, y por encima de Diego Costa o Mandzukic -ambos aún en activo, pero muy lejos del donostiarra-.
Sin embargo, los datos, por fantásticos que sean, no alcanzan a reflejar lo que verdaderamente ha supuesto la figura de Aritz Aduriz. Su repoquer al Genk, su golazo al Marsella, su excelsa actuación ante el Nápoles. Su cabezazo ante Casillas, su hat trick al Barcelona para alzar la Supercopa, y su último gol, también a un Ter Stegen que al fin puede dormir tranquilo. Son momentos que ojalá pudiéramos volver a vivir. Momentos que quizá no disfrutamos lo suficiente, porque no éramos realmente conscientes de que Aduriz, como todo en la vida, un día se acabaría.
Ahora, en medio de una pandemia que a algunos puede que nos haya enseñado -al menos por un período de tiempo que veremos cuánto dura- a disfrutar las pequeñas cosas y a valorar más lo que tenemos, nos damos cuenta de que no celebramos lo suficiente aquel 4-0 al Barcelona, o aquel gol, de penalti y sin carrerilla, al Valladolid. Qué genialidad. En realidad, a día de hoy, me valdría con ver a Masip detener aquel disparo. Me bastaría con ver a Aritz ganarse amarillas por protestar. Significaría que podríamos ir a San Mamés, que todo volvería a la normalidad. Son buenos tiempos para los conformistas.
Las derrotas no sabrán tan mal, al menos por un tiempo; y eso es una buena noticia, porque Aduriz ya no estará en el banquillo, esperando su momento para saltar al campo en busca de la remontada. El curioso caso de Aritz Aduriz, el delantero que, como el vino, mejoraba con los años, ya se ha cerrado. El milagro acabó, pero su legado es eterno.