Rafael Nadal Parera es ya el hombre con más títulos de Grand Slam en la historia del tenis. La consecución del 21º ayer en el Open de Australia lo coloca como el más laureado jamás en el circuito masculino, por encima de las otras dos leyendas de esta magnífica era del tenis: Novak Djokovic y Roger Federer.
Con su segundo entorchado en Melbourne, Nadal suma al menos dos trofeos de cada uno de los Grand Slam. El falso mito de que solo es bueno en tierra batida cada vez tiene menos fuerza: esta semana se ha convertido en el cuarto jugador de la era Open en alcanzar las 500 victorias en pista dura, una superficie sobre la que ha ganado seis grandes; y sobre la hierba de Wimbledon fue capaz de batir, en uno de los partidos más increíbles de la historia, al mejor Roger Federer. Su supremacía sobre la tierra, la mayor que nadie haya tenido en una superficie concreta, no implica que no sea uno de los mejores sobre las demás.
Daniil Medvedev salió a la Rod Laver con la intención de mantener el triple empate a 20 entre los monstruos, como ya hiciera en Flashing Meadows el pasado mes de septiembre, en aquella ocasión ante Djokovic. El ruso, futuro número 1 del mundo más pronto que tarde, se llevó con solvencia el primer set. También, con más sufrimiento, el segundo. Y en el tercero, con 3-2 a su favor, dispuso de tres bolas de break para dar la estocada definitiva. Lo tenía todo de cara. Estaba jugando mejor y ganaba con claridad, pero eso no fue suficiente.
No lo fue porque enfrente tenía un jugador que siempre mete una bola más, siempre echa una carrera más, siempre pelea hasta el final. Nadal tiene una mentalidad extraordinaria que el resto pagaríamos por tener. Es cultura del esfuerzo y de la superación. De luchar, luchar y luchar. Nunca da nada por perdido hasta que de verdad lo está. Intenta hacer posible lo imposible, y a veces lo consigue.
No hace tanto estaba en muletas, debatiendo incluso una posible retirada. Ayer obró prácticamente un milagro: remontó un 2-6, 6-7, 2-3 (0-40). Levantó esas bolas de break, rompió el servicio de Medvedev y se llevó el tercer set. Ganó también el cuarto, el único en el que el ruso mostró algún pequeño signo de debilidad. Algo más de cuatro horas de partido y volvían a estar empatados a todo.
El quinto fue eterno, un set que fue un partido entero. Nadal tuvo una primera oportunidad de rotura en el primer juego y no la convirtió; pero en el quinto no falló y consiguió el break. Con 3-2 y saque, Rafa resistió lo indecible, levantando tres pelotas de rotura en un juego que se estiró hasta los dieciocho puntos antes de acabar cayendo del lado del manacorí. Se plantó Nadal sirviendo para el campeonato por primera vez con 5-4, y se colocó con 30-0 a su favor. Dos puntos, nada más, le separaban de la historia. Reaccionó entonces Medvedev, dotando al partido de un tinte aún más épico: cuatro puntos seguidos y break. 2-2 en sets, 5-5 en el quinto.
Es en esos momentos decisivos cuando la magia de los más grandes aparece. Nadal consiguió romper de nuevo el servicio de su rival. Sacó para el título por segunda ocasión, y esta vez no perdonó. Más de cinco horas de batalla después, superando una situación en la que todos lo daban por muerto, Rafa Nadal se hacía con su segundo Open de Australia, su vigésimo primer Grand Slam.
Medvedev no solo fue un digno rival, sino un excelentísimo adversario. El futuro le pertenece, está claro, pero en este caso le tocó vivir la cara más amarga del deporte. Su cara al terminar la final era un poema: totalmente incrédulo, miraba a la nada en busca de una explicación lógica. No la encontró, porque lo de Nadal no es lógico. Un día más, y van muchos, muchísimos, el mejor deportista español de la historia nos regaló un espectáculo fantástico. Nos dio una nueva lección, nos enseñó por enésima vez que no hay que dejar de luchar. En euskera se dice ezina ekinez egina, que vendría a ser algo como «lo imposible se hace a base de esfuerzo». Nadal encarna ese mensaje como nadie. 21 Grand Slam lo respaldan. Y el 22º espera en París, el primer domingo de junio.