Por noches como esta, todo merece la pena. Merece la pena pasar frío viendo cómo te elimina el Formentera con un gol en el 95′. Merece la pena desesperarte en cualquier partido de Liga al ver cómo un equipo de la zona baja rompe su pésima racha ganando en San Mamés. Merece la pena llegar a trabajar con ojeras y sin voz. Si a cambio recibes una fascinante noche de Copa, merecen la pena las horas y horas de coche o autobús siguiendo al Athletic. Merecen la pena los atascos post-partido, gastar días de vacaciones, pasar de estudiar y asumir que existe una segunda convocatoria.

Todo pintaba bien desde el momento en el que Spotify decidió que, en modo aleatorio, la primera canción que debía escuchar en el día era One Club Men, de Orsai. Azar o cookies, qué más da, la preparación del bocata -ritual sagrado donde los haya- la amenizaron Asier Villalibre, Iñigo Lekue, Óscar de Marcos, Dani García, Mikel Vesga y Mikel Balenziaga.

Tocaba después disfrutar de la previa, acompañado de los que eliges en la vida, y al mismo tiempo de miles y miles más con los que compartes una de las cuestiones esenciales: el Athletic. A diferencia de lo habitual en citas como la de ayer, donde las dudas hacen acto de presencia, reinaba la confianza en Bilbao. Haber eliminado de manera épica al Barcelona o llevar más de diez eliminatorias de Copa invicto son cuestiones que hacen que, sobre todo en esta competición, el Athletic siga siendo un grande, y sus fieles lo percibimos como tal. También los rivales: madridistas me decían que los favoritos éramos nosotros. Les respondía que no, pero pensaba que íbamos a ganar.

La de ayer fue una noche mágica. Vestido de ocasión especial pese al 75% de aforo, San Mamés llevó en volandas al Athletic a su tercera semifinal de Copa consecutiva. Ya en la ronda anterior contra el Barcelona retumbó el feudo zurigorri, pero lo de ayer lo superó. El mejor equipo de España, el Real Madrid, sucumbió ante una parroquia absolutamente entregada. El acto de fe que supone creer en el Athletic de Dani García y Mikel Vesga obtuvo recompensa en forma de partido divino del doble pivote vasco, probablemente el mejor de sus carreras deportivas, ahogando a Modric y Kroos y recuperando una infinidad de balones.

Apenas creaba peligro el poderoso Madrid, desnortado, sin poder respirar; aunque sólido atrás. La grada no paró de animar ni un instante. Implicados todos, desde los más encendidos hasta los habituales comepipas, los rugidos de San Mamés se escucharon como nunca. Sostuvo al equipo cuando peor lo pasó, dando a sus jugadores ese extra de gasolina en la recta final. El gol, merecido, llegó en el 89′. Berenguer desató la más absoluta locura. El delirio. La felicidad. Gritar al cielo sin sentido, abrazarte con desconocidos. Eso es el fútbol. Las bufandas al viento, 40.000 almas saltando.

Los seis minutos de descuento, en pie. Chillar, pedir el final, celebrar cada despeje. Agitar la bufanda, saltar, volver a exigir los tres pitidos a Gil Manzano. Se acabó. Más éxtasis, más gritos, los puños apretados. El Athletic y San Mamés, juntos porque en realidad son uno solo, pudieron con el favorito a todo. Después, llegó la celebración con los jugadores, primero en el fondo norte y después en el fondo sur, vivida con una alegría inmensa, pero al mismo tiempo con un punto de pena, por saber que se trataba ya del epílogo de una noche maravillosa que nos brindó sensaciones indescriptibles.

Me da igual que me digan que no tiene sentido que mi estado de ánimo dependa del resultado de un partido de fútbol. Me da igual que aseguren que son simplemente veintidós jugadores corriendo detrás de un balón. Qué equivocados están. Por noches como esta, todo merece la pena.