En la (probablemente) mejor prueba ciclista del calendario, en el monumento de los monumentos, en la carrera cuya épica inigualable provoca en el pelotón tanto amor como odio, depende a quién preguntes, Ineos propuso e Ineos ganó. La escuadra inglesa, que se plantaba en Compiègne con una alineación muy potente pero sin un gran líder, sin un gran favorito, decidió que los cerca de 55 kilómetros de pavés no eran suficientes y comenzó a endurecer la carrera desde la salida. A más de 210 de meta, con el ganador de Amstel Gold Race Kwiatkowski al frente, los abanicos provocaron que el grupo se partiera en dos, dejando atrás a, entre otros, Mathieu van der Poel y Wout van Aert.

La París-Roubaix de este año llegaba tras una espera más corta de la habitual, pues la de 2021 se disputó en otoño. Bajo el diluvio, sobre el barro, aquella fue una carrera de auténtica supervivencia, de rostros irreconocibles, de caídas por el terreno impracticable. Una epopeya inolvidable que entró en los libros de historia, no del ciclismo sino del deporte, por la puerta grande; y en la que Sonny Colbrelli alcanzó la gloria en el Velódromo al batir a Vermeersch y Van der Poel al sprint. Sus gritos o sollozos, mezcla de ambos más bien, tirado sobre el césped, después levantando su bici al cielo; incrédulo, exhausto, cubierto de pies a cabeza de fango, son un momento que quedó grabado a fuego en la leyenda del Infierno del Norte.

Parecía que una edición sobre seco y con temperatura primaveral no conseguiría alcanzar la excelencia, aún con las imágenes de Colbrelli, ausente por sus problemas de corazón, en la retina. Nos equivocábamos. Para las doce y media del mediodía, sin haber pisado todavía una sola piedra, los ciclistas rodaban a toda velocidad, con Ineos tirando del pelotón delantero y las bestias más bestias en el grupo trasero. Llegó el empedrado y con él los pinchazos (dos de Ganna muy pronto) y las caídas. La diferencia entre pelotones oscilaba, como un acordeón transcurría la carrera, cuando aún no había ni entrado en Arenberg. Al suelo o al campo se fueron poco antes de entrar en el bosque infernal varios ciclistas del grupo delantero, lo que llevó a que se formase, a mitad de carrera, la fuga.

En ella se metió Mohoric, ganador en San Remo del primer monumento de la temporada y candidato -en las listas de los expertos aparecía- a alzar los brazos también en Roubaix. Llegando a Arenberg, primer tramo cinco estrellas, eran Devriendt, Pichon, Ballerini y Casper Pedersen los compañeros de escapada del esloveno. De uno en uno se fueron quedando salvo el belga del Intermarché: primero el italiano, después el danés y más tarde, tras mucho hacer la goma, el francés.

En el pelotón trasero veíamos a cola a Van Aert en pleno Troueé d’Arenberg, pensábamos quizás sin fuerzas tras el covid-19 que mantuvo en duda su participación hasta el jueves. No podíamos estar más equivocados. Como tantos otros, claramente más que en otras ocasiones, simplemente había pinchado.

Los dos grupos principales, cada vez más mermados en cuanto a número, acabaron fusionándose. Poco a poco, kilómetro a kilómetro, la renta de la fuga caía y el pelotón se iba quedando en los huesos. Entonces se movió Van Baarle, justo antes de Mons-en-Pévèle, anticipándose al resto. Porque en este tramo aceleró Van Aert, solo le siguieron Kung, a rueda, y Mathieu van der Poel, que pese a quedarse, los alcanzó al pisar asfalto. Por un día, Van Aert fue Van der Poel y viceversa. La cara del campeón belga esta vez sí recibió viento, en sus numerosos acelerones; el vencedor de Flandes, sin embargo, esperaba a que fueran otros los que le cerraran los huecos. Quizá estrategia, pensábamos, tras su exhibición de fuerza sin mesura en 2021, edición en la que ejerció prácticamente de Renshaw o de Morkov, de lanzador de Colbrelli. Descubriríamos más tarde que no (solo) era un tema estratégico. El líder del Alpecin no iba súper.

Cazó el tridente de bestias rodadoras a Van Baarle, que había superado el durísimo empedrado de Mons-en-Pévèle sin excesos ni sobresaltos gracias a su movimiento previo. Van Aert volvió a pinchar -segundo de la jornada- y tuvo que pegarse otro calentón para alcanzar al grupo que tampoco se ponía de acuerdo y que aumentaba en número. Delante, sin aire se quedó también el neumático de Mohoric, obligado entonces a dejar solo en cabeza a Devriendt y a incorporarse al pelotón -más bien grupetto– de los favoritos.

A 29 kilómetros de meta, con más de 225 en las piernas, sobre el asfalto comenzaron los ataques en busca de la victoria entre la decena de elegidos por las piedras del norte de Francia. Mohoric y Lampaert se marcharon, y en cuanto vio que abrían hueco, Van Baarle, ojo avizor, leyendo la carrera mejor que ningún otro, demarró y acabó cazando al trío de cabeza, trío porque ya habían atrapado a Devriendt. Por detrás, ataques: primero Stuyven (que acabaría pinchando poco más tarde) y después Van Aert con Kung a rueda; sin que el gran candidato Van der Poel pudiera responder.

En Camphin-en-Pévèle, a 19 de meta, tramo de cuatro estrellas, aceleró Dylan van Baarle con hambre. Demostrando su potencia y habilidad, metió casi medio minuto a todos los demás entre este tramo y el inmediatamente posterior Carrefour de l’Arbre, última de las tres calzadas cinco estrellas. El neerlandés acertó con la estrategia y sus piernas respondieron.

El desorden clásico de una clásica acabó juntando a Mohoric, Van Aert, Kung y Devriendt, después de que a Lampaert, última bala de la manada del Quick Step para rascar un resultado decente en las clásicas de pavés, lo tirara un espectador, en una acción que terminó en caída espectacular a la par que dolorosa.

Mientras, por delante, volaba sobre piedras y sobre asfalto Van Baarle, rodando más rápido que nadie, abriendo un hueco insalvable que le permitió gozar de su vuelta y media al Velódromo de Roubaix. Alzó los brazos y se los llevó a la cara, tratando de asimilar su gesta: ganar la París-Roubaix más rápida de todos los tiempos, con una velocidad media descomunal de 45,7 kilómetros por hora. Tras ser plata en el Mundial del año pasado y segundo en el Tour de Flandes de hace dos semanas, el neerlandés lograba a sus 29 años su primer gran triunfo como profesional.

Le acompañaron en el podio Van Aert y Kung, quienes impusieron la lógica en el sprint, esa lógica que dicta que los que vienen desde atrás acaban con al menos medio gramo más de fuerza que los que han marchado en la escapada. Meritorio cuarto puesto, medalla de chocolate, para Devriendt, ejemplo del trabajo sensacional del Intermarché, que metió a seis corredores entre los 23 primeros.

No hubo lluvia, tampoco barro, pero el espectáculo fue, un año más, magnífico. Lo del año pasado, quizá lo habíamos olvidado, no fue una excepción provocada por la meteorología adversa. La realidad es que la París-Roubaix, que tanto gusta a quienes siguen con más fervor el ciclismo, rara vez defrauda.