Han sido años de tragar veneno. De decepciones sucesivas en forma de finales perdidas. De confiar en aquella frase de Marcelo Bielsa, no en su etapa como técnico del Athletic sino en su año al frente del Olympique de Marsella, que venía a asegurar que al final del túnel, por muy largo que fuese, habría luz. Que porque siempre ocurre así, el mal fario y la eterna espera terminarían algún día.
El día llegó. El seis de abril de 2024, que no se nos olvidará en la vida, todos los athleticzales nos quitamos una pesada mochila de encima. La sensación predominante tras la final fue el alivio. Un suspiro profundo, una paz interior absoluta tras un sufrimiento atroz durante casi tres horas de juego que desembocaron en un desenlace de infarto: una tanda de penaltis a la que el Mallorca, objetivo cumplido, se lanzaba confiado en sus posibilidades y con mucho menos que perder. Sobre el Athletic, una losa de cuarenta años sin tocar metal -Supercopas al margen- que, creíamos muchos, pesimistas, volvería a atenazarnos en un momento determinante. Y por si fuera poco, la fortuna deparó a los baleares la opción de golpear primero: una cuestión que puede parecer insignificante al aficionado medio, pero que la estadística establece como una de las claves más importantes a la hora de determinar el ganador de una tanda.
Muriqi y Raúl dentro, parada de Agirrezabala a Morlanes, gol del capitán Muniain, Radonjic al cielo, resbalón y para dentro de Vesga -aquí el destino ya nos quería decir cosas-, prolongación de la agonía por parte de Antonio Sánchez y el definitivo: el penalti para la historia del Athletic que Alex Berenguer ajustó a la base del palo del arco de Greif, que se convertirá si no lo ha hecho ya en el penalti que más veces he visto en mi vida. Final. Las lágrimas, esta vez, eran de alegría.
En 1984, España no había entrado aún en la Unión Europea. Ronald Reagan presidía Estados Unidos, Carl Lewis reescribía la historia del atletismo en Los Ángeles, Ayrton Senna debutaba en Fórmula 1 y Javier Clemente, entrenador del penúltimo Athletic campeón, apenas tenía 35 años. Bilbao nada tenía que ver con lo que es hoy.
Tras las finales de Mestalla, Bucarest, Calderón, Camp Nou y las dos derrotas en una Cartuja vacía, pensar que aquel mundo todavía mayoritariamente en blanco y negro sería el último que vería un Athletic campeón no parecía una locura. Tenía hasta un punto de lógica: la modernización del fútbol, sobre el papel, juega en contra de lo que representa el club rojiblanco, de lo que, puestos a entrar en barrena, se deduce que el tiempo corre en contra del Athletic, siempre. Llegamos a creer muchos, en esos momentos de abatimiento, que nunca veríamos la Gabarra. Que aquello quedaba reservado a los que cuatro décadas atrás habían colmado los márgenes de la ría. Esos pensamientos volvieron a nuestas mentes con el gol de Dani Rodríguez, con el fuera de juego de Nico Williams, con cada ocasión fallada y con el cabezazo de Muriqi en el tramo final de la prórroga.
Sin embargo, después de tanto rondar -cinco semifinales consecutivas- y de tragar más cicuta que Sócrates -seis finales perdidas, muchas sin competirlas, en década y media-, ha llegado la gloria tan ansiada. En realidad, lo ha hecho en la primera final de este siglo a la que el Athletic ha llegado como favorito, pues todas las derrotas sin excepción las ha cosechado ante equipos superiores. Ante el Mallorca nos invadía, no nos engañemos, una sensación de ahora o nunca. Fue ahora. Es ahora. La Gabarra ya calienta en la ría para refrescar cientos de miles de recuerdos y generar otros tantos nuevos.